IV. it’s always darkest before the dawn o la tierra también baila

Arely Valdés
3 min readOct 7, 2018

Vi mi reflejo sobre las baldosas grises. ¿Y si esta imagen es la última que viene a mi cabeza antes de morir? Debo de embellecerla. Las baldosas opacas de tu casa.

No recuerdo que esperaba. Sé que veía el suelo, pretendiendo concentración, para esconder la mirada. Creía que si me esforzaba bastante, mi rededor entendería que iba tras los rostros que formaban las líneas de las baldosas. Historias distintas a la mía, repleta de arrepentimientos.

Mira aquí, hay una mujer sobre el piso de una cocina durante el atardecer, recargada sobre el refrigerador. Frente a ella hay un hombre sentado, que apoya cada gramo de su peso sobre las palmas, como si estuviera en la playa. Se miran fijamente. Por el ángulo de su columna contra el refrigerador, resulta obvio que piensa me veo pasar cada noche de la vida contigo.

Dejé la cocina porque comenzó a sonar la radio. Terrible: ya nunca supe que pensaba él.

Arrastraste una silla hasta sentarte frente a mí. Igual que en una indagación policial, te arremangaste. La luz del viejo foco amarillo caía sobre mí. He visto muchas películas, conozco la conducción más común para estos momentos. Darás tus motivos y no podre negarme, deberé de aceptarlos con los ojos rebosantes de lágrimas y tal vez, meses más tarde, en la ducha, con el corazón todavía sin cauterizar, encontraré por fin las palabras adecuadas, mi defensa, lo que pude haber dicho, pero tú ya habrás dado enter, salto de página, archivo nuevo.

¿Y si mejor bailamos?

Si en verdad hubieras querido hablar, no habrías encendido la radio. Podemos sacudirnos la tristeza y los problemas. Las palabras son heridas abiertas. Entre más hablas más hieres. Después de la hora, las trece con cinco, la radió exhaló el waka waka de Shakira. Querido, soy escapista. Y el cuerpo sabe más de química que tú y yo juntos.

¿Lo sientes?

Corrí el riesgo de quedar suspendida, pero extendí mi mano. Sonreíste. Preferiré siempre creer que era tu modo de aceptar la invitación, pero no me engaño: fue porque Ocean avenue se dispersaba por el departamento. Entre brincos y vueltas olvidamos un par de minutos la pasivo agresividad de tu actitud, mis buenas noches inexistentes al ir a la cama, tu miedo a la vida y mis ganas indecentes de contradecir sólo por fastidiar. Hicimos piruetas, tocamos violines y guitarras imaginarias. Hiciste la macarena. Imité a Michael Jackson. Danzamos siguiendo los dictados de nuestros huesos. Tu risa, más que la música, me daba cuerda. No podía, sin embargo, evitar sentirme herida y molesta y hubiera aprovechado el frenesí para estrellar tu taza favorita, dispuesta sobre la mesa y sucia de chai barato, para desquitarme de la tontería que estuviste a punto de cometer, pero la ciudad se adelantó: se sacudió junto con nosotros. Y ella se estaba sacudiendo un demonio. O eso pensé mientras descendía las escaleras del edificio, a trompicones.

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