II. Aquello que quedó o the dog days are done

Arely Valdés
4 min readSep 13, 2018

De pie, contemplando el caramelo espolvoreado que decoraba sus pómulos y con su invitación suspendida entre los dos, aguardando respuesta, it hit me. Tuve dolor de mejillas. Había pasado tanto tiempo ensimismada, que había olvidado por completo cómo se sentía.

Así que tomé el vuelo de mi vestido para evitar pisarlo y comencé a correr. Me dije que no me detendría bajo ningún motivo, aunque sintiera las rodillas blandas y las piernas pesadas, aunque me faltara el aliento y el aire quemara mi garganta, aunque debiera de revisar la calle para cruzar. Los ey, espera, qué pasa, se ahogaron bajo el estertor de mi respiración. No me giré. Corrí. Dejé atrás mi mochila. Las llaves, el monedero, el teléfono, todo dentro, pero no importaba, me tenía. Las escaleras de la escuela las bajé dando pasos cortitos y acelerados. Vadee la entrada del campus con grandes zancadas. Continué corriendo al desembocar en la calle y me cumplí: la atravesé sin ver. Atrás quedó el escandalo de los bocinazos de un camión. Seguí corriendo. El bajo del vestido se atoró con algo y se rasgó. Con el ruido de la tela partiéndose imaginé que un girón de algo muy mío ahí se quedaba. No volteé la cabeza sobre el hombro. Era tan solo un pedazo, no yo. Fui calle abajo y no pude evitar acelerar. Mejor: más pronto estaría alejada de mi fatalidad. La inclinación de la calle empujó a los dedos de mis pies contra la puntera de los zapatos, se apachurraban. Preferible ellos que yo, aunque sean de mí.

Sonreír me había dolido. Sonreír así, demasiado. No darse cuenta de inmediato de lo que acontecería después hubiera sido sumamente ingenuo.

Corrí. A pesar de que la calle era ya uniforme, no bajé el ritmo. El viento empujaba a mi cabello, refrescando la nunca, donde ya comenzaba a formarse un riachuelillo de sudor. No veía al frente, veía más lejos. Me estoy salvando, pensaba. Alguien que se acababa de estacionar junto a la acera abrió de golpe la puerta de su auto frente a mí. Por supuesto que no me detuve. Con el codo golpeado proseguí la carrera. Ahora una sola mano sujetaba el vuelo del vestido y también el codo herido, que clamaba por atención, con su respectivo riachuelillo. Continué corriendo. La calle doblaba hacia la izquierda. Aun cuando las esquinas son ideales para ocultarse, no interrumpí mi avance. Al doblar, las ramas de un pirul latiguearon mi rostro. Ese árbol me esperó desde que arranqué la carrera, tramó hacerme cejar.

La felicidad había estrujado mis cachetes igual que un pellizco de tía melosa. Peor: me había atropellado entera. Una dos y tres y más veces. Estuvo feliz ella ahí pasándome encima mientras yo pensaba todas estas burbujas un día descenderán y no voy a permitirlo.

Varías florecillas amarillas se prendieron a mi cabello. Olí a hierba recién cortada, pero todavía era yo. Corrí. Pasé de largo a una pareja que discutía frente a una pomposa carriola azul marino donde un bebé lloraba con mucha pena. Algo se me fue a los pies y se pegó al suelo, a las grietas de la banqueta, algo se quedó ahí irremediablemente, no yo. Yo seguí corriendo, traspuse en menos tiempo del que hubiera supuesto, una calle de barrio familiar, de perros en los patios, que fueron estela de mi paso con sus ladridos. Uno callejero correteó, juguetón, junto a mí un par de minutos, luego lo perdí de vista. El bamboleo de mis pechos pequeños comenzaba a incomodarme, corrí de cualquier modo. Suspiraban. La añoranza de caricias que no tendrían les cuadruplicaba el peso sobre mi esternón, pero no me detuve. Si me paraba perdería. Si me paraba iba a ceder ante ese futuro brillante y suave en el que el dolor de mejillas se volvía parte de cada día hasta la disolución.

En medio de la limpia ejecución de golpes de la felicidad, reconocí que lo iba a querer todo, hasta lo que él no quería de sí. La maraña de cabellos atorados en el cepillo, el suéter olvidado, la miga de cheeto en la comisura: hasta las sobras. Tuve la valentía suficiente para reconocer la finura de mi intuición. En las mejillas entumidas por exceso de sonrisas habitaba un destello del dolor futuro. En los recovecos de mis hoyuelos avisté el anuncio de mi perdida.

No caería en la tentación de su risa constante, ni en la falsa promesa de por siempre que colgaba de su labio inferior, porque me extraviaría y soy lo único que tengo. No puedo perderme.

El barrio dio paso a un parque y el parque a una calzada serpenteante. La calzada se estrechó hasta volverse una calle empinada que me costó trabajo subir, que me hizo llorar. Mis piernas ya no respondían. Avancé a marchas forzadas con el corazón desbocado. Dentro, a los pulmones los inundaba una fiebre. Mejor o peor: no reconocí donde estaba. En la distancia, me vi recargada sobre un arco chato, me vi arrepentida pero entera. A la carrera la convertí en trote y el trote, contra mi orgullo, pronto languideció. Llegué hasta el portal y me rendí. Mi boca seca pareció invocar al agua porque una llovizna comenzó a caer. Con el vestido roto y manchado de sangre, el cuerpo extenuado y palpitante y la frente coronada de florecillas me felicité y seguí llorando, ligera, junto con el cielo.

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