Agujero negro niño: lil mindfulness talk

Arely Valdés
3 min readJan 11, 2018

Crucé el puente que conduce al parque y tuve reminiscencias. Me había sentido así antes. Recuerdo ahora ciertos gráficos que vi por ahí, en Internet. Se mostraba la figura humana, iluminada en distintas partes por trazos redondos. El pie explicaba que se había pedido a las personas que encerraran el sitio del cuerpo, que de acuerdo con ellos, era donde sentían determinada emoción. El enojo en el estómago, lo recuerdo bien. Sí, pensé. Es como si fueras volcán a punto de hacer erupción. Fuego contenido. Tengo otras imágenes grabadas de los gráficos, pero no consigo precisar que emoción presentaban. Trato de atraer el dibujo que indicara la emoción que pesa en el pecho. No sé. Estoy impedida, aparentemente. Solo sé que ya había sentido esto antes: presión en el pecho. Hundimiento. Así que iba cruzando el puente pensando en ello. Nadie más cruzaba el puente peatonal en ese momento. Estaba sola. La falta de aire que me embargaba, que me embarga aún, acentuó mi pequeña soledad. Pero estar sola mientras caminaba no era mi molestia, es obvio. Descendí las escaleras, agarrada al pasamanos, como si fuera salvavidas. Algo en mi interior me tiraba hacia abajo y tuve miedo de caerme, de rodar por las escaleras. Luego me solté porque me encontré ridícula. Por dios. Anduve por la acera, viendo el suelo. Hojas secas, otoñales, pero el invierno ya casi se va. Hojas no secas. Hojas quemadas por el frío de la única helada que visitó la ciudad. Crucé la calle y entré a un supermercado. Nada necesitaba, pero entré, guiada por una urgencia de distracción, bastante sinsentido. Paseando entre los pasillos, caí en cuenta de que estaba desesperada. Quería correr y gritar y llorar. Me contenía. Di vueltas sobre la sección de ropa interior y mi percepción de ridiculez fue más fuerte aún. El llanto me abordó. Por vez número mil lo impedí. Lágrimas entre calzones: pf, no. Guárdate, quédate, olvídalo. A mis ganas de correr hasta que no me respondan las piernas las subí a un taxi. Soy mujer, soy cíclica: yo y los taxis. Yo en el asiento de pasajero, desmadejándome. Ya había estado aquí antes. ¿Qué carajo, Arely? Eso que sentí, que siento, fue mi pandecadadía cuando estuve deprimida. No estoy deprimida. La presión del pecho, impeliéndome a colapsar sobre mi misma, es una novedad: no es algo nuevo. Supongo que estaba desesperada porque no le conocía el origen. Justo ahora ya me resigné. No sé de dónde vengas, le digo, y deseo averiguarte, pero no me encuentro en condiciones de clavarme en tu existencia. Un pendiente más para mi lista de “stuff to procrastinate, maybe”. Pienso que mi error en el pasado, durante mis días ~oscuros~, fue el dar vueltas y vueltas sobre mis emociones sin llegar jamás a conclusión alguna. Analizar lo que se siente no está de sobra nunca. Me exigí tanto, en medio del dolor y la tristeza, para comprenderme, que me cerré al exterior. Le di con la puerta en la nariz a la posibilidad de experimentar sensaciones distintas, estímulos del rededor. No deseo volver a eso. Sé que no es sano, tampoco, el ignorar una emoción tan insistente. No convertiré presión en el pecho en otra bola gigante nieve que arrollará al reducido número de personas con las que mantengo comunicación, después de aplastarme a mí. Trabajaré esta suerte de agujero negro niño por partes. Los misterios de miss Marple no fueron resueltos de inmediato. He decidido no abrumarme, no ceder a los impulsos. El conocimiento y aceptación de uno mismo es la llave que abre la jaula de la ansiedad. Para mi es admirable ver de cerca el desenvolvimiento de personas que quizá no necesitan de tanta introspección. Mi química es distinta: odisea el reconocerlo y vivir con ello. Un poco como cruzar un puente, tener miedo de caer, no caer, sobrevivir. Estar sin encerrarme. Un poco como la vida en general.

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